domingo, 10 de febrero de 2013

La Constitución y su relación con el resto de normas ordinarias- [Parte Tercera]


La Constitución es una norma, ciertamente. Pero una norma democrática, al menos, por dos razones:


  • En primer lugar, nació como expresión de la voluntad popular, porque se elaboró por la representación del pueblo, la cual habiendo sido aprobada en referéndum consuetudinario goza de legitimidad suficiente para ser aplicada incluso tras más de tres décadas en vigencia.

    Son los gobernantes los
    encargados de modificarla.
  • Y la segunda razón, es establece un orden democrático, en el que el pueblo español se sitúa como fuente última de las decisiones de los poderes públicos, al menos es lo que se quería conseguir teóricamente con la Constitución.





En su artículo 1.2 afirma que "la soberanía nacional reside en el pueblo español, y de él emana los poderes del Estado"; pero esta es una justificación democrática del poder, que se predica ya no solo de los poderes del Estado, en un sentido estricto sino también  de los locales y autonómicos.


Esta es una gran diferencia con la Edad Media, cuyos poderes emanaban del soberano. Al concederle al pueblo la soberanía nacional, se le está legitimando y darle la posibilidad de poder elegir y decidir por sí mismo a la hora de establecer sus gobernantes. Es decir, que el pueblo es el soberano, al menos en teoría.



La Constitución es la expresión de la voluntad popular, y esa voluntad no está quebrada; por tanto los ciudadanos son los que debemos tomar las riendas de nuestro destino.


En un ámbito estrictamente estatal, la representación del pueblo mantiene continuamente una actividad que se proyecta tanto en el campo normativo, mediante la legislación de leyes, como en el ejecutivo a través de la investidura y el control del gobierno.



Las normas aprobadas por las Cortes Generales gozan de la misma legitimidad democrática que los preceptos(normas) constitucionales; estas nomas acercan más los gobernantes a la voluntad popular, si las comparamos con las leyes legisladas hace decenios.


La relación de supremacía (superioridad), pues, entre las normas constitucionales y las normas posteriores a la Constitución aprobadas  por el legislativo no deriva de una mayor legitimación democrática de las primeras.



En apariencia, la supremacía constitucional representa una excepción al principio democrático, al dificultar mucho e imposibilitar en algún caso la puesta en práctica de la voluntad popular, si contradice los mandatos constitucionales.




Desde luego, se trata sólo de una apariencia. Porque el funcionamiento de un orden democrático exige la existencia de unas condiciones que estén dotadas de estabilidad suficiente como para crear un grado indispensable de certeza, tanto política como jurídica, esto es:

  • Certeza en que exista una comunidad política.
  • Certeza en los procedimientos fundamentales que van a seguir los poderes públicos.
  • Certeza en el mantenimiento de unas posiciones jurídicas (individuales o colectivas, a todos los ciudadanos), que hacen que sea valioso pertenecer a la comunidad política.


Mientras tanto, en la vida real, esto es lo que sucede
La Carta Magna se encarga de establecer estas precondiciones esenciales  (las cuales derivan de decisiones políticas fundamentales), cuya modificación se rodea de requisitos y garantías esenciales , los cuales no los exige la manifestación ordinaria de la voluntad popular y su traducción legislativa.




Las normas constitucionales no niegan el principio democrático, porque ellas mismas proceden de la voluntad popular y pueden ser alteradas, en ultimo término, por esa misma voluntad, expresada mediante el mecanismo de la reforma constitucional; si representan una modulación de este principio, al afectar al mecanismo usual de cómputo de las mayorías, y exigir condiciones y plazos extraordinarios para la expresión y constatación de esta voluntad.

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